viernes, 2 de julio de 2010

Algo para leer~

Pues nada, hoy les traigo una historia (OMG no es un fanfic D:) que empecé a escribir y quisiera compartir :3


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Ella acomodó su vestido en la banqueta negra, respiró profundo y paseó sus finos dedos por la teclas de aquél hermoso piano al que tanto quería, allí, bajo un incandescente reflector y delante de más de un centenar de personas, sólo ese que lucía como un objeto para todos, pero que para ella era un trozo más de su corazón, sólo ese bello instrumento era su soporte. Sólo él le ayudaba a vencer cualquier pánico al escenario que pudiese tener. Y así había sido por casi diecisiete largos años.

Él cogió su guitarra de encima del raído sofá, aquella que tenía toda la vida consigo y que estaba marcada con sus bandas favoritas, llena de firmas, de rayones, de golpes, pero que aún así sonaba perfectamente. Miró de reojo a sus compañeros y sonrió al escuchar los alaridos enloquecidos de su público, esos que siempre estaban ahí, con sus camisetas, sus pancartas, sus sujetadores con números telefónicos, con el guardarropa entero y su hoja de vida, los únicos que le hacían seguir yendo día tras día al mismo estudio a ensayar, los únicos que habían seguido sus pasos por aquél escenario, que le aceptaban tal y como era, que le querían aunque sólo fuese amor de fans. Eran suyos y él de ellos, desde hacía unos cinco años.

Monique Baudelaire deslizaba sus dedos sobre aquél magnífico piano negro y brillante, con una rapidez y una destreza envidiable, hechizante, encantadora, mantenía al público pegado al asiento, con los pelos de punta y las lágrimas asomando por los ojos abiertos de par en par, no se escuchaba ni un respiro, ni un movimiento, nada que no fuera la maravillosa melodía que la chica lograba en aquél momento con sólo presionar las piezas blancas y negras del instrumento frente a ella. La chica sólo se dejaba llevar. Tenía un guión que seguir, una partitura que leer e interpretar, pero aquél día decidió no hacerlo. Decidió simplemente dejarse llevar, tocar lo primero que acudiese a su cabeza. Por esa razón tenía a todo el público atónito, esperaban escuchar obras conocidas, obras famosas, pero en lugar de eso disfrutaron de obras inéditas e improvisadas, que quizá nunca más volverían a escuchar. Era un buen día, a pesar de todo, para ella había algo bueno detrás de tantas cosas, de tanto ajetreo y estrés, para ella había un motivo para sonreír mientras tocaba con los ojos cerrados, en el fondo de su corazón, sabía que era un día especial.

Cuando Ross Hobbart, interpretó su solo de guitarra ante el fervoroso público, no se escuchó otra cosa que el estridente sonido del instrumento y los gritos ahogados de sus seguidores, todos conteniendo la respiración, sin atreverse a mover un músculo, con sonrisas enormes en sus rostros maquillados y llenos de agujeros, simplemente adorando a su ídolo. Las vibraciones del último acorde tocado por Ross fue como una alarma despertadora que les hizo a todos volver a la realidad y gritar como posesos por el chico. El muchacho sudaba a raudales al igual que sus compañeros, les dirigió una mirada cálida y cariñosa que sólo ellos vieron y se volvió de nuevo hacia el público, levantando un brazo y bajándolo para hacer una exagerada reverencia que todos ovacionaron como si de un milagro se tratase. Ross recorrió el lugar con la mirada, admirando todos y cada uno de esos rostros llenos de pasión que estaba tan acostumbrado a ver, pero que aquél día brillaban de forma distinta. Aquél día parecían ser otros, más alegres, más apasionados, más llenos de vida. Se despidió brevemente con la mano y caminó hacia la pequeña sala fuera del escenario que servía de camerino y pasillo de espera en conciertos como aquellos. Se dejó caer sobre el sofá con una sonrisa satisfecha en los labios, el cabello le caía a mechones sobre la frente, empapado de sudor y brillante. El batería del grupo, su mejor amigo, se acercó a él y se sentó a su lado, dándole un amistoso golpe en el pecho que él interpretó como una señal de “préstame atención”.

- Vayamos a celebrar, hoy ha sido genial- dijo sonriendo.

- ¿Dónde?

- Por ahí, ¡donde sea! Vayamos a celebrar.

- Vale.

Monique se puso de pie y encaró a su público, esperando lo peor, sabía que debió seguir la partitura pero le resultó imposible aquél día. Su tutor estaría comiéndose las uñas. Las luces del público se encendieron justo cuando empezaron a ponerse de pie uno por uno, aplaudiendo como si les fuera la vida en ello, con los rostros marcados por finas lágrimas furtivas que rodaban por las mejillas de todos o casi todos. La chica sonrió ampliamente, aliviada, hizo una reverencia y esperó un momento así, luego se enderezó y señaló hacia el piano, dándoles a entender que por muy talentosa que fuera, sin él no sería nadie. Se giró levemente hacia la izquierda y vio a su tutor aplaudiendo emocionado también, se sintió más aliviada aún y sonrió más, respirando el aire de la profunda satisfacción que le producía alegrar a su público. Hizo una última reverencia y de despidió con la mano, caminando fuera del escenario, detrás del telón que comenzaba a cerrarse a su paso.

- Ha sido una completa locura, pero ha estado magnífico- dijo su tutor cuando la chica se encontró frente a él.

- Me alegra mucho que haya gustado- contestó ella con una sonrisa.

- Ven, vayamos a cenar algo, has de estar hambrienta- soltó el hombre empujándola por los hombros con delicadeza-. Y en el camino me contarás cómo fue que se te ocurrió tal idea descabellada.

La chica soltó una risita cantarina y asintió, caminando junto a su maestro y mentor de toda la vida.

- Míralos, con sus trajes limpios y bien planchados, con sus zapatos brillantes y sus cabellos llenos de laca… dan asco.

- Will, estás ebrio.

- ¡Déjame! No lo estoy, me siento genial, como siempre, no estoy borracho.

- Lo estás…

- ¿Y tú qué? No me digas que no estás ebrio, porque te conozco como si te hubiese parido, y sé que si lo estás.

- No más que tú, eso seguro.

- ¡Calla! Que siempre caes primero, Ross.

- Estás desvariando, mira ya lo que dices, no sabes lo que hablas Will.

Will soltó una sonora carcajada y se echó de espaldas sobre la calzada, con la botella de ron aún en la mano. Al poco rato comenzó a roncar. Ross lo miró de reojo y echó a reír, él también estaba borracho pero no le daba por dormirse en la calle como a su amigo. Siempre era igual. Y en más de una ocasión le había dejado en la puerta de su casa, claro que a la mañana siguiente le llamaba apenas despertaba, para insultarle y decirle hasta de qué iba a morirse, a lo que Ross solía contestar con carcajadas. El chico miró de nuevo hacia la gente que salía del teatro municipal, aquél enorme monumento de estilo grecorromano que tanto había admirado de niño, y que era como un centro de reuniones socioculturales para la élite de la ciudad. Es decir, no para alguien como él. Iban todos muy elegantes, los hombres con trajes negros de esos que todo el mundo asocia con pingüinos, y las mujeres ataviadas con sus más refulgentes joyas de oro y diamantes, que sumadas a los vestidos de raso y lentejuelas que vestían, las hacían parecer doncellas de un típico cuento de hadas. Bostezó cansado y bajó la cabeza, clavando los ojos en sus botas negras y rasgadas, se rascó la nuca con fastidio y subió de nuevo la mirada. Algunas personas se agolpaban entorno a alguien, una figura más baja que el resto. Sintió una irremediable curiosidad con la que llevaba conviviendo durante los veinte años que llevaba en el mundo, ladeó un poco la cabeza para intentar ver a través de las faldas de las señoras, peor le resultó imposible. Resopló molesto y frunció el ceño, mirando ahora al frente, enfurruñado. Un fuerte ronquido proveniente de Will le hizo mirarle de reojo y volver a distraerse con la gente, la misma de antes, que ahora se dispersaba y dejaba a la vista a la pobre chica que estaba en medio. Llevaba un vestido largo y color lila, con el cabello castaño muy corto y un tocado a juego con el vestido adornando su cabeza, la falda caía graciosamente desde su cintura hasta unos centímetros por debajo de la rodilla, dejando ver un poco de sus piernas y las zapatillas blancas que llevaba en los pies. Parecía una bailarina, esa que representaba a Odette en El Lago de los Cisnes. Sin duda alguna era hermosa. Se quedó mirándola ensimismado en sus pensamientos y comparaciones, cuando notó que la chica había girado su cabeza hacia él y le observaba con cierta curiosidad. Ross sintió el corazón en la garganta y apretó la mandíbula, frunciendo ligeramente el ceño y desviando la mirada, clavándola de nuevo en su botella de ron de la cual bebió un sorbo apurado y nervioso.

En la distancia, Monique dejó escapar una risita divertida y miró a su tutor, quien tenía la vista clavada en el muchacho que había estado observándoles desde lejos.

- Esos vándalos, no me inspiran ninguna confianza- murmuró subiendo al coche.

- Los juzgas por como visten y se comportan ante la sociedad- contestó Monique sonriendo aún y cerrando la puerta luego de subirse al automóvil.

- Pero, ¡mira las ropas que usan! Parecen mendigos y la mayoría de ellos tiene una familia estable con trabajos estables, gente decente, ¿cómo sus padres permiten tal cosa?

- Seguro tendrías la respuesta si yo fuese así, ¿qué dirías si un día llegase a casa con el cabello pintado de distintos colores, agujeros en el rostro y medias rasgadas?

- Te mandaría a exorcizar.

- ¡Eres un exagerado! Y además un dramático, ellos no tienen un demonio dentro, sólo… son como son y ya.

- No estudies psicología, no ayudarás mucho.

- Y tampoco están locos.

- Monique, ¿has estado viéndote con gente así?

- ¿Por qué lo dices?

- Por como los defiendes.

- Sólo no me gusta que la gente les critique por como son, si son así y son felices siendo lo que son, pues el resto del mundo debería dejarles ser… como personas libres que somos.

- Lindas palabra, pero sinceramente, ¿le darías trabajo a un tipo así?

- A él y a toda su banda, de ser necesario.

- Dios mío… recuérdame jamás ponerte a dirigir un establecimiento comercial.

Monique soltó una melodiosa carcajada, mofándose de la cara de drama que ponía su tutor, era muy típico de él pensar así y no lo culpaba, había sido educado dentro de un canon que establecía que ninguna persona que vistiese de negro, usara pantalones rotos, escuchase música estridente a base de guitarras eléctricas, bajos y baterías, o llevase peinados demasiado llamativos, era de confiar. Desde luego que no, no era su culpa, si no de los mismos que habían enseñado a sus profesores, y probablemente a toda la gente que había ido a verla aquella noche. Toda la alta sociedad. Cuando dejó de reírse, miró a través de la ventana y contempló las luces brillantes de su ciudad. Y deseó por una vez no tener que ser tan perfecta siempre.

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Continuará

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